A ELLOS...

A ELLOS...
Cuando seamos mas grandes vamos a leer los cuentos del abuelo.

El cuento que leerán mas abajo "UN CUADERNO ESCRITO A LAPIZ" está inspirado en la problemática reflejada en la fotografía

INTERROGANTE SECULAR

Qué interrogante infinito
y desmesurada incógnita
nos muestra
cada uno de los demasiados días transcurridos
desde que aquél aciago tormento
con doble filo cincelado
hundiera su voraz acero
en esta tierra virgen de blancos ?

Habrá sido, en realidad,
un grosero error de orientación
justamente
lo que hizo que el europeo desembarcara
con la cruz en una mano y el arcabuz presto en la otra,
por las dudas….
buscando almas heréticas a catequizar
en nombre de una insaciable corona,
que en ese entonces se mostraba,
empero, atiborrada de latitudes ?

Qué empresa impulsó a aquellas gentes a la conquista
grosera
de las riquezas de estos dominios allende los suyos
mar por medio -lo que no es poco,
teniendo en cuenta la época-
invocando a un dios y a una causa
que no entendían ni pueden comprender, aun hoy,
luego de medio milenio de atropellos,
los verdaderos dueños de la tierra ?

En razón de qué,
si es que existe algún atisbo que permita
en nombre de esa virtud alguna ilustración,
se ha permitido el desgarro cruel
ejecutado con vileza, de las gentes de estos lares
respetuosos con fervor y veneración -justamente ellos-
de las diversidades de vida,
a ultranza celadores del equilibrio natural de la madre tierra. ?

La historia ha sido testigo,
en forma demasiado anodina,
de esa cadena de opresiones que aún perdura y duele.
Dolor que persistirá hasta tanto
se restituya todo,
absoluta y meticulosamente todo,
lo saqueado, mutilado, cercenado con rapacería atroz
y demasiados cómplices pavorosamente corruptos,
todavía a la captura
de iniquidades y depravaciones, libertinajes y desenfrenos,
licencias y liviandades, lascivias y desvergüenzas,
procacidades y cinismos, impudencias y descaros
que alimenten su acre organismo.

OTRAS POESIAS

MANOS PINTADAS
NO TE VAYAS
DE NIÑEZ Y MARIPOSAS
LA BANDA QUEDO MUY SOLA
NUESTRO FRUTO
DON SANTOS
CARTON PINTADO
MIENTRAS VIVAS
HIMNO EN VANO
SUCESION
EN UN ABRIR Y CERRAR

OTROS CUENTOS

ALLEGRO MA NON TROPPO
LOS QUE VIENE POR EL RIO
LA LLAVE
VUELO DE BAUTISMO
GOL CANTADO
CIRCUNSTANCIAS ESPECIALMENTE DIFICILES
DE URGENCIA
LA PLAZA
MINTIENDO ASI
LANZA PERDIDA
RIESGO CALCULADO

OJOS ALMENDRADOS

Tiene unos ojazos marrones, rasgados y el pelo negro le cae hasta los hombros y ese vestido negro como su pelo, con ese escote y ajustado, que te deja ir imaginando su figura...... y otras cosas.
Yo ahí recién llegado, parado, apoyado en la columna pésimamente decorada con guirnaldas de colores gastados. Mirándola. A ella.
Me miraba de arriba abajo, yo con mi vestido negro escotado, el que me había regalado mamá cuando egresé del Bachiller. Estaba apoyado en esa columna, solo, tan lindo y solo, con su saco gris y sus zapatos brillosos. Crucé las piernas para cambiar de postura en la silla demasiado alta y dura para mí y con ese respaldo tan incómodo, después de un largo rato en esa posición, mirando, escuchando la orquesta. A estos sí que no los conozco, la primera vez que los escucho.
Cruzó las piernas en un solo movimiento gracilísimo y rápido, aunque la imagen se proyectara en mis pupilas en cámara lentísima mostrando, sin querer o queriendo, la blancura de sus tersos muslos. Atiné a meter , en un movimiento impensado y buscando no se qué, mi mano en el bolsillo del saco gris que Carlos me había prestado para la ocasión y bajé la vista hasta mis zapatos lustrosos. La misma de siempre. Digo yo.... ¿ cuándo traerán otra orquesta ?. Para variar....digo yo.....pero no, siempre los mismos. Siempre.
Pero que tonto, justo cuando pensé que me iba a hacer una seña para invitarme a bailar, bajó la vista hasta el suelo. Ahora aprovecho y le digo a tía Cota, a la izquierda mía ( menos mal que conseguimos una mesa para nosotras dos) que tengo sed, llame al mozo y ordene lo que quieras para ella y una cerveza para mí. Crucé las piernas para el otro lado y en el mismo momento miré hacia la columna. Sentí otra vez su mirada atravesándome.
Que ganas de invitarla a bailar tengo. Ahora.... pero justo cuando levanté la vista para cabecearla, conversaba con el vejestorio ese que tiene al lado. Que lindas piernas tiene.... y ese escote. Ahora. Ahora le hago señas y..... el mozo está dejando en la mesa una cerveza y una botella de agua mineral. No hay una sola mesa desocupada en todo el salón. -Hola Carlos, ¿ todo bien ?
Justo. Justo ahora viene ese y se pone a conversar. Mejor me tomo la cerveza y dejo de mirar para ese lado no vaya a ser cosa que....linda música están tocando, un poco movida para mi gusto, la primera vez que vengo a bailar a este club, en realidad la primera vez que salgo a bailar, por eso lo de tía al lado mío, no va a ser cosa.....
Yo que vengo siempre, es la primera vez que la veo, mamita que piernas. Listo, me juego no vaya a ser que me la soplen, como me pasa a veces, en realidad bastante seguido que cuando le echo el ojo a alguna entre que me decido y voy...zas, pero ahora no pienso, ni pienso perder esa morocha, menos con la música que están tocando.
¿Y ahora donde está ?, que porquería esa columna, o será que al no estar él....tendría que...pero me dá no se que....me estoy poniendo nerviosa, mejor me calmo sino la tía Cota se va a dar cuenta y como le explico. Voy a tratar de disimular y mirar para atrás.... mejor no. O sí.
Es un poquito mas baja de lo que creía, que lindos ojos, me encanta su pelo negro ese mechón que le cae para un costado y ella, en un movimiento acomoda, como si un compás de la música hubiera sido creado para alguien que quisiera acomodar su pelo –negro- para un costado, y ese perfume y que manos finas...., y que cinturita, que bien baila, y ese escote....y mejor me concentro porque casi la piso.
Casi me pisa, pero no importa, es mas alto de lo que creía, que bien baila, y que rico perfume, que varonil, que manos fuertes, me encantan sus pestañas, que cosa rara, tan arqueadas para un varón y este pelo que se me cae para el costado, que espalda ancha y que brazos fuertes y mejor que trate de seguir el paso, sino en cualquier momento lo piso.
Podrían cambiar la música y tocar algo más lento, un bolero o algo así. Qué piel suave tiene. Le tengo que preguntar como se llama, dónde vive, con quien vive, que hace, y ese escote....y ya está, ya acomodé mi mano en su espalda como yo quería, es decir ahora voy a tratar de acercar mi cara a su mejilla justo ahí, y ahora....., mas cerca, qué rico perfume, que ganas...menos mal que cambió la música. Si me viera Carlos.
Bueno, cambió la música, que lindas pestañas, un bolero, como me aprieta, de a poquito me voy dejando acercar a su mejilla, su cara tan cerca y el perfume tan varonil y cómo se llamará, qué hará, dónde vivirá , con quien vivirá, qúe ganas de preguntarle, mejor espero que lo haga él, qué ganas...Que no me vea tía Cota.
¿A quién le estará haciendo señas el vejestorio?, a mi, a ella y me doy vuelta y la veo a tía Cota mostrándome el reloj y la seña y esta vieja justo ahora que el vestido negro y que tía esperá un momento mas y yo ahora que hago si ni siquiera sé como se llama, podía esperar un rato mas que todavía es temprano por ser sábado y no se nada de él, y ella insiste y como hago, que le digo y lo agarro de la mano y me acerco a ella y me agarra de la mano para acercarnos, que ni siquiera sé su dirección y ni probó su cerveza pero nada, que mañana hay que ir temprano, pero tía Cota que hoy, que mi cerveza está sin tocar, lo miro a los ojos y quiero explicarle, me estoy yendo y la miro a los ojos, como si quisieran decirme todo, cuando se alejan, precipitadamente, esos ojos almendrados…….

UN CUADERNO ESCRITO A LAPIZ

Kiñe

El general Osiris Julián Mestrengo, montado en su alazán, ordenó la carga. A su lado, como corresponde en esos casos, su edecán de siempre, ayudante mayor Juan Bautista Merlo, tomaba nota de todos lo movimientos. Estaban situados al borde de un barranco árido y pedregoso, que dominaba un cañadón que terminaba en el río, en cuya ribera verdeaban, cimbreantes, los mimbres.
Había recibido la órden del Estado Mayor de ir ganando tierras al sur , ampliando las fronteras hasta llegar a la márgen izquierda del Negro, y ahora estaba en esos menesteres allí, en el paraje que la carta militar designaba como “Zanjón de las Pichanas”. Enfrente suyo, a unas cuatro cuadras de distancia en ese páramo irredento, el campamento de infieles. Era casi mediodía y no había tiempo que perder.
De a dos en fila, formando dos columnas paralelas, iban bajando a todo galope los soldados de caballería, al mando del sargento Isidro Quintana una y la restante con Marcelino Pargas, del mismo grado que el anterior al frente. En el llano se abrían en abanico, sable en mano, en una carga tan planificada como furiosa.



Epu

Millatray (Cascada dorada) alcanzó a divisar la polvareda cuando se agachó en la orilla del remanso a llenar su cántaro de agua y presintió lo que se avecinaba. Atinó a correr a su tienda, donde dormía su peñén Huequilemu (Bosque de zorzales), su hija. Los konas de la tribu estaban tras una manada de hueques (guanacos), unas tres leguas al este.
Escondió la niña bajo un quillango y empuñó con decisión la tacuara con punta de pedernal de su marido, el lonco Paineñancu (Aguilucho azul). Vió aterrorizada, entre el desorden de las corridas -hacia ningún lado- de la otras madres araucanas que con niños del brazo buscaban refugio en cualquier parte en medio de gritos y llantos, casi un centenar de jinetes que, en semicírculo, se acercaban demasiado rápido al lofche.
Se adelantó unos metros y esperó erguida, altiva, huaiqui en mano y ojos bien abiertos, detrás de unas jarillas que crecían en una pequeña lomada que dominaba el ingreso a las rucas, al lado suyo estaba el anciano Aillapan (Nueve leones), los soldados a tiro de bola. Esperó la distancia, se afirmó bien y metió el chuzazo justo al costado de la cabeza del caballo y al medio del cuerpo del uniformado que lucía unas jinetas coloradas en su brazo derecho, quien atravesado cayó de su cabalgadura contorsionándose en el aire y emitiendo un grito salvaje que se fue apagando en un estertor, para quedar tirado sobre un pedregal con la lanza como un pendón ensartada en su vientre.
Desarmada ahora, se dio vuelta sobre si misma y alcanzó a ver cuando el anciano, implorando todavía a nguenechén, caía por un sablazo que le cruzaba la espalda en diagonal, como una charretera de sangre.....y mas lejos el humo, las primeras llamaradas.




Kvla

En la plaza de Ingeniero Owens ( tres mil ochocientas almas) hay una estatua pedestre del General Mestrengo, mas visitada por los gorriones que por los escolares de ese poblado que languidece entre el gran río y las estribaciones de la meseta erosionada pacientemente a través de siglos por aquél.
Al erigirla, vaya alguien a saber ahora quien lo dispuso, fue puesta mirando al norte, hacia la estación de ferrocarril, que antaño era la puerta principal del pueblo por donde llegaban casi todos los que lo elegían como destino. Con el tiempo, inexorable e indiferente a esas terrenalidades, el caserío creció hacia el sur quedando, de esta manera, el busto del general de espaldas al pueblo.
Cualquier caminante que pase cerca de ella y se detenga un momento, verá una placa desteñida de bronce a la que le falta un soporte de los cuatro que la sostiene, en el centro y al pié del monumento, que reza: “Al General Osiris Julián Mestrengo (1.834 – 1.905) por su gesta heroica de Zanjón de las Pichanas”
El páramo en realidad se había empezado a poblar a fines de siglo XIX, cuando los ingleses, entre otras cosas atendiendo felices sugerencias de la Argentine Southern Land Company tendían las paralelas de hierro en busca de los frutos de la tierra de estos lares y apuntando directamente al puerto ( ya se sabe para qué).
El lugar era un gran recodo del curso de agua que en su meandro se aproximaba a las bardas multicolores y estallaba en varios tonos del verde de su arboleda, que los indios conocían, desde siempre, como Quintuleufu (Río admirado).
Allí el administrador general de la Empresa Ferrocarril del Sud decidió levantar un apeadero e imponerle el nombre de quien en ese entonces estaba a cargo de la casi faraónica misión: Malcolm Owens, jóven y brillante ingeniero nacido en la ciudad de Stockport, muy cerca de Manchester, Inglaterra.
Ya dicho, sobresaliente profesional, no hablaba ni media palabra de este demasiado lejano país para él. Sólo deseaba terminar cuanto antes su labor y regresar a la Rubia Albión desde dónde nunca tendría que haber salido, según sus propias y frecuentes confesiones, cargadas cada vez mas de un pesado arrepentimiento.



Meli

El general Mestrengo seguía con atención, desde lo alto de ese improvisado promontorio, las acciones de “sus valientes”, como él mismo los designaba.
Mientras el sargento Quintana, abierto a la izquierda, comandaba la carga del 4 de Caballería a degüello tal lo planeado, a la derecha el sargento Pargas encabezaba una segunda arremetida. Eran en total noventa jinetes que en una avanzada habían llegado hasta ese lugar preparando el camino de la tropa –unos cuatrocientos soldados mas- hacia el caudaloso río. El general en persona y por propia disposición, había querido participar de ese movimiento.
Luego de dos largas jornadas, imprevistamente se le acercó el baqueano para notificarlo que detrás de una lomada, como a media legua de allí, y a la orilla del río, había descubierto los toldos de cuero de guanaco. No había guerreros pues la usencia de caballos (en realidad quedaban unos pocos encerrados en un gran corral de palo pique) se lo indicaba. Había divisado, eso sí, dos o tres viejos, y muchas mujeres y criaturas.
El general no vaciló. La patria necesitaba las tierras que esos infieles desolaban y a él le habían encomendado, por órden del Presidente y designio de Dios, la sagrada misión de conquistarlas para las generaciones futuras.
Había llegado el momento de ver en acción a ese grupo de hombres reclutados casi todos en el interior, durante la campaña. Pobres hombres, casi todos muertos de hambre que buscaban en la aventura y la magra paga quemar sus días cuando no, en el mejor de los casos, purgar sus prontuarios.



Kecu

Paineñancu cabalgaba altivo en su animal preferido arreando, de lejos, una gran manada de guanacos con la intención de encaminarlos hasta un bajo bastante profundo que terminaba contra un barranco, de espaldas al río. Era un mapuche mas alto que lo común y bien formado, de cuerpo armonioso y mirada dura. Su sola presencia imponía respeto.
El tordillo y él eran casi una misma cosa.
Lo acompañaban unos quince lanceros, orgullosos de su lonco. El resto de los conas, unos cuarenta, al mando del capitanejo Trecapan (Marcha el puma) rumbeaban hacia el sur y, habiendo vadeado el río, rastrillaban la meseta en busca de otra gran manada que se había dejado ver, aunque bastante lejos de allí.
El toqui, después de un corto galope para atravesar una duna blanca y caliente, giró a su derecha buscando un chulengo perdido...... y vió la humareda.
En un solo movimiento desmontó, como un felino, y haciendo visera con su mano sobre la frente oteó el horizonte. El humo era cada vez mas denso y negro.
Fitrun ! gritó, alertando a los otros.
Se olvidó de los guanacos, emitiendo un alarido gutural, aterrador, montó de un salto y se lanzó, seguido por los demás, en desenfrenado galope en dirección donde él sabía -todos lo sabían- estaba el campamento.



Kayu

Millatray, al ver las primera llamas, se había dado vuelta sobre sus espaldas, se inclinó sobre Aillapan que yacía boca arriba, con el dolor desencajándole el rostro y la resignación de quien se sabe perdido. Pronunciando, en un hálito débil, casi imperceptible pero nervioso su rezo al huenu mapu chao, el anciano se entregó a la muerte.
Lo abrazó y mordiéndose los labios se lanzó, ahora, en una loca carrera hacia las rucas en llamas justo cuando la atropellaba un soldado sable al aire, quien sin embargo erró el golpe mortal. Aprovechando el yerro, Millatray clavó su puñal en el muslo del milico que cayó del caballo blasfemando y cuando se aprestaba a clavarle la hoja de pedernal en el cuello y rematarlo, sintió el golpe en la espalda y de pronto el paisaje se le tornó rojo y se le ocurrió que antu, el mismo sol de los soldados, giraba loco alrededor de ella y la envolvía quemándola y desaparecía para volver, ahora mas candente que antes.
Pensó en Paineñancu y se imaginó entre los brazosde él, como en esas noches de luna nueva, sobre la gramilla a la orilla del río, allí en Quintaleufu, donde se habían conocido de pequeños. Le pareció verlo. Quiso correr a recibirlo y se sentía inmóvil. Quiso gritarle su alegría y un ardor amargo recorría su boca. Le pareció verlo.....en el paisaje....que se teñía de rojo....colü....
Se acordó de Huequilemu. ¿ Permanecería aún escondida debajo de los cueros ?
Dónde estaría, ahora, Paineñancu ?
Paineñancu....ayutuel........



Reqle

El general Mestrengo, con su edecán al lado, pero ahora en la tienda de campaña en el campamento militar, se dispone a escribir. Está sentado en un catre tijera y le sirve de mesa un arcón donde traslada sus escasas pertenencias personales en la expedición.
Ya ha caido la noche y luego de haber cenado con frugalidad, acomoda el viejo candil para darse mas luz y pone a mano su cuaderno. Va ordenando los sucesos de la jornada en su mente. Ahora hace sentar al ayudante mayor a su derecha y luego de un comentario intrascendente, toma el lápiz de siempre y comienza a escribir, en la hoja 26: “.....en el día de la fecha, las columnas del glorioso 4 de Caballería al mando del suscripto y en el lugar denominado en la carta militar como “Zanjón de las Pichanas.....”



Pura

Marcelino Trecapán vive en la parte mas humilde de Owens. Un puñado de casitas la mayoría de cantonera, adobe y cartón, propias de una pintura surrealista, levantadas a pulmón demasiado cerca del río.
El partió -casi huyó- de la reserva donde a duras penas subsistían sus mayores, allí en el antiguo pais de las manzanas, ahora también devastado por el huinca.
No quiso languidecer en ese pedazo de tierra estéril donde los habían confinado y se largó anhelando un futuro menos gravoso a la tierra (la misma tierra) de la que le hablaron siempre sus mayores.
Es jornalero en el campo de los Mestrengo, un pedazo de tierra bastante grande que rodea el pueblo hacia el norte, de buenas pasturas pero muy descuidado y sometido ahora a una feroz disputa familiar por la posesión de las hijuelas mas valiosas de parte de los herederos.
Sabe la historia que los demás, casi obcecadamente, se empeñan en desconocer. El sabe muy bien por qué. Su padre le contó cosas familiares, pasadas de boca en boca a través del tiempo desde su iom laku capitanejo: “Los huincas quitaron nuestras tierras. La Tierra. Sin embargo no podrán estar en contacto con ella, porque solamente quien la toca con los pies desnudos estará verdaderamente unido a nuestra ñuke mapu, que nos dá la vida desde el principio al fin”.
Se da cuenta ( vaya si lo tiene claro) que esa mezcla de voluntades mezquinas, no tiene raices y, por eso, su condena.




Aija

Paineñancu al galope tendido cruza la estepa presintiendo lo peor, lo siguen de cerca sus lanceros, valientes guerreros quienes, como él, han dejado en las rucas de Quintaleufu sus mujeres y criaturas, al cuidado de los mas viejos.
Lleva los ojos inyectados de rabia. Talonea a su tordillo que vuela sobre las jarillas delante de los demás conas, en silencio todos y todos en la dolorosa certeza de lo que encierra la visión, todavía demasiado lejos, de esa espesa columna de humo que viborea al poniente.
Millatray, su esposa, y la pequeña Huequilemu llenaban ahora toda su mente. No pensaba otra cosa, obsesivamente ocupaban en ese instante crítico toda su capacidad de memoria y taloneaba su monta tratando de sacarle el resto para no llegar tarde y llegaba, luego de rodear un promontorio pedregoso, irremisiblemente demasiado tarde, pues las rucas ardían bajo el fuego invasor y la muerte se enseñoreaba en derredor.
Millatray....¿que habrá sido de Millatray ?
Entonces vió el cuerpo del milico atravesado por la lanza que grotescamente se alzaba de su cuerpo y al lado, justo al lado......
Millatray....malén cure....
Huequilemu......ñahue......
Abrumado, miró hacia el este, de allí habían venido los soldados, estaba seguro por sus huellas.
Lo rodeaban ahora sus guerreros, ahogados por un pesado silencio que los envolvía. Todos lo sabían. Ya nada sería igual a partir de ahora.
Millatray....dulce esposa....
Huequilemu.....hijita...



Mari

En la ciudad de Buenos Aires, barrio de Flores, en una vieja casona de dos plantas no muy lejos del centro, gracias a los oficios personales y la paciente, perseverante, labor del Sr. Eleodoro Mestrengo, antiguo poblador del lugar y descendiente de un militar de alto rango, funciona un museo que es el orgullo del lugar.
Eleodoro es el único hermano de los cinco hijos de un general de la nación que vive aún en la antigua casa familiar. Los otros cuatro habían partido a tomar posesión de tierras en el sur que el estado puso en dominio de su padre, en gratitud a los servicios prestados durante la campaña militar. Unas ochocientas hectáreas en una colonia agrícola conocida ahora como Ingeniero Owens, con buenas tierras y agua abundante.
Ingresando por la puerta principal, a la izquierda, comienza una escalera que accede a la planta alta, luego de enroscarse, señorial con sus lustrosos y crujientes escalones de roble. Allí, en una vitrina de madera y resguardada por un cristal que luce siempre como recién bruñido, se exhibe un cuaderno escrito a lápiz, que en su página 26 fechada un 23 de marzo se deja leer: “.....en la decimocuarta jornada de la fecha de partida, la columna de avanzada del glorioso 4 de Caballería, al mando del suscripto y en el lugar denominado en la carta militar como “Zanjón de las Pichanas” a unas 55 leguas al sur de Fortín Atelcurá, se encuentra de improviso con un campamento de infieles, que en número aproximado de ciento cincuenta de lanza, bien montados y a las órdenes de un capitanejo, son sorprendidos a la orilla del río. Inevitable el choque, dispongo el ataque por dos flancos, al mando del Sargento Isidro Quintana y del Sargento Marcelino Pargas. Cerca del mediodía comienza la lucha franca y luego de pasadas mas de tres horas a sable y sangre, y algunas escaramuzas, se logra dominar a los salvajes, quienes tienen 97 bajas, ordenando la requisa de sesenta caballos pampas y tres vacunos, no habiendo encontrado cautivos y, en disposición de las órdenes emanadas por ese Cuerpo Superior, se procede a destruir el asentamiento. Se izó el pabellón nacional. Por nuestra parte se informa mediante el presente el saldo de un efectivo muerto en combate y por la noble causa: el sargento Isidro Quintana y un efectivo herido: el soldado José Costas. Se continúa el avance de la tropa hacia el suroeste. Se eleva el parte respectivo al Ministerio de Guerra.....”
Unas cuantas páginas mas -si uno dispone del tiempo y la curiosidad necesarias-: “......siendo la mencionada ya en el folio 26, de fecha 23 de marzo, la única acción militar de combate franco con los salvajes que el glorioso Regimiento 4 de Caballería a mis órdenes sostuvo durante la campaña que me encomendara el Estado Mayor en la persona del Su Exelentísimo señor Ministro de Guerra .....” y siguen unos cuantos formales párrafos mas.



Mari Kiñe

Se incorporó lentamente. Pensativo, estuvo un buen rato con la mirada clavada en el levante. El sol que agonizaba en el horizonte proyectaba de su figura una sombra demasiado larga y grotesca.
Paineñancu también agonizaba.
Había cavado con sus propias manos la fosa donde enterró a Millatray y la pequeña Huequilemu, el -y todos- eran una sombra languideciente que se proyectaba a un barranco oscuro, insondable.
Llamó a Trecapán y sin palabras de por medio, le entregó el toqui del mando y dio la órden de replegarse hacia la Vuta Piré Mahuida. Era inútil que ese puñado inerme de guerreros, por mas que sobrara el coraje y las ganas, hiciera frente a tantos sables y fusiles. Las huellas delataban demasiados soldados a enfrentar. Quizá quedara algo del País de las Manzanas donde protegerse.
Montó su caballo y enfiló derecho al río, se detuvo un instante al lado de un rústico mástil donde ondeaba una bandera que desconocía, luego bajó un talud arenoso y se entregó -como corresponde a un reché- junto a su cabalgadura, a las fauces del primer remolino traicionero.....



Mari epu

Los lugareños de Owens (así a secas, sin el “Ingeniero” como les gusta llamarse a sí mismos) distraidos ignorantes de la historia, o al menos de la verdadera, se encaminan esta tarde de invierno a la marchita plaza del pueblo, muy cerca de la estación de ferrocarril donde unas cuantas décadas atrás llegaran los primeros inmigrantes y con ellos la comitiva militar que iría a entregar, en reconocimiento de la gesta, los títulos de propiedad de las mejores tierras de ese lugar (desconocido e ignorado por ellos, que vivían en la grande ciudad), a los Mestrengo descendientes de “.....aquel militar abnegado y valiente que había estirado las fronteras de la civilización hasta mas allá del río, en ese entonces.....”.
Es el aniversario de la fundación.
La fecha fue tomada, no se sabe (ni se hizo nunca nada por saberlo) a ciencia cierta por qué autoridad de turno, aunque no fortuitamente, en conmemoración de aquella lejana jornada disfrazada de gloriosa en “Zanjón de las Pichanas” que, meticulosamente acabó con los dueños verdaderos de esa mapu, la misma tierra donde después rodara, con secas convulsiones, la primer locomotora inglesa gracias a la ambición de la Corona y a los buenos oficios del jóven y desapegado ingeniero inglés.
Están, como todos los años (aunque éste mas modestamente que otros pasados, debido a la crisis) los habitantes -bastantes menos que los muchos mas que lo supieron poblar en otros tiempos- de este suelo bendito alrededor del monumento del general, de espaldas al pueblo y con su placa de bronce sujeta por sólo tres de sus cuatro soportes originales, cada vez mas mohosa y descuidada. Escucharán palabras casi siempre huecas, y siempre casi de compromiso, cerrarán el acto con un desganado aplauso (de compromiso), y volverán a sus casas a seguir ignorando rutinariamente..... casi conscientes de enfrentar, distraidamente envueltos en su desidia, la realidad rigurosa de saber que son cada vez menos.
Cada vez menos.
Cae la tarde y los presentes se desconcentran desordenadamente. Un grupo de escolares bullangueros corre sin respetar los canteros. Se retiran las autoridades, presididas por el jefe comunal y rodeadas por los vecinos mas caracterizados (entre los que se distinguen varios Mestrengo).
La plaza queda ahora desierta. Las últimas hojas, tenaces sobrevivientes al crudo invierno sureño van cayendo, juguetes del viento, sobre el busto mugroso -los gorriones y la falta de presupuesto- del héroe de la campaña.
Marcelino Trecapán, habiendo gastado ocioso las horas en ese domingo de fiesta, ahora rumbea para su casa, en el barrio Quintaleufu, a la orilla del caudaloso río Negro.
Mas allá, en la estación de ferrocarril, un cartel descolorido y ruinoso anuncia el nombre del pueblo a los trenes...... que hace tiempo ya no pasan por allí.

Faw afi tufa ci epeu.........

MARICI WEU

Indio de porquería, casi me rompe la cabeza de un bolazo, menos mal que adiviné su movimiento y ladeé la cabeza justo a tiempo, que sino, no cuento el cuento y mis huesos hubieran quedado acá por siempre para carroña de los chimangos, ahora va a ver...
Wigka ladino, me esquivó, pero de esta no sale bien, me ladeó la cabeza justo a tiempo que le tiré el bolazo, y encima de contragolpe me tiró un hachazo a partir con la lata. Ahora lo miro fijo como para adivinarle las intenciones, milico rotoso y sucio, hemos quedado solos, todos los demás han muerto en el encontronazo. Es él o yo…
Lo miro fijo al infiel. Untado con grasa de potro y semidesnudo se bambolea de lado a lado para esquivar los sablazos que le tiro, mientras pisa un tiento de las bolas y hace girar los otros dos esperando que me descuide para darme el golpe. Tiene miedo. Me doy cuenta por sus gestos que, aunque denotan fiereza, le dibujan en el rostro esas muecas inconfundibles. Si me quedo quieto soy difunto. Hemos quedado solos los dos. Es él o yo. El sargento no dijo bien claro: hay que liquidarlos a todos estos piojosos, como sea, hay que correr las fronteras para el sur, cueste lo que cueste. Y nos dijo también: el gobierno repartirá estas tierras entre quienes las ganamos, y alguito de ella me va a tocar, nomás no sea que para levantar un rancho para la Julia y para mí y pasar el resto de nuestros días en esta pampa grande.
Le veo el miedo en todo el cuerpo y seguro la rabia le pinta esas muecas en la cara. El wigka amaga y amaga, tiene los ojos brillosos Se limpia el sudor de la frente y luego vuelve a empuñar el sable con las dos manos y lanza sablazos a mansalva. El toki nos habló hoy al salir el sol y nos aclaró que estos vienen por nuestra mapu, la tierra de nuestros mayores, nuestro lugar. Nos quieren arrebatar la tierra, y para eso hacen la guerra. En la pampa grande nos persiguen para acabar con nuestra gente. A la madrugada, a la tarde, a medianoche es lo mismo, siempre lo mismo: nos persiguen a los que desde muy antiguo somos dueños de esta tierra. No la vamos a entregar así nomás porque sí, es nuestra y nos pertenece; acá nació mi padre y mi abuelo , el padre y el abuelo de mi abuelo, acá nacieron mi mujer y mis hijos… Si pudiera llegar hasta la chuza que hay clavada en la panza de aquel soldado muerto, la cosa sería distinta milico quiñe ñuke mari chao.
Los caballos. Ahora caigo, se han ido todos. Cuando se armó el entrevero éramos dieciséis soldados bien montados al mando del sargento, cuando estos pampas nos emboscaron a la salida del medanal donde termina la loma. Ellos eran unos cuantos menos emboscados y atacaron de atropellada, pero a pié todos, salvo uno montado que fue el que mató el sargento de un sablazo en la primera carga que hicimos. A mi tordillo le atravesaron el pescuezo de un lanzazo y ahí nomas quedé mano a mano con este bruto. Solo y lejos de los míos. Tengo que matarlo, mi patria me lo pide. Yo, Venancio Palacios, me juro por esta santa cruz, despenar a éste infiel y a todos los que vengan detrás. Lo voy a partir en dos.
Estábamos escondidos en el montecito de pìquillines a la salida del medanal. Ellos eran unos cuantos mas que nosotros. El toqui que era el único montado dio la seña y los rodeamos en la punta de la loma y atacamos de atropellada tratando de desmontarlos. Vimos que el toqui cayó de un sablazo de estos invasores y ahí mismo le atravesé el pescuezo al caballo del que ahora quiere matarme. Los caballos que se salvaron huyeron todos. Pobre wigka, si yo lo dejara ir no duraría una luna en nuestra tierra, solo y sin cabalgadura. Perdido y lejos de los suyos. Pero tengo que matarlo, mi sangre me lo dicta. Yo, Huayquinao, por mi raza y por mi tierra lo hago, tengo que matarlo, a él y a todos los que quieran lo que él quiere . Le voy a sacar vivo el corazón.
Infiel ladino, quiere ganarme la izquierda para agarrar aquella lanza clavada en el cuerpo del sargento. Si me tranquilizo y logro entrarle lo despeno de un tajo. Ahora lo atropello para el lado de la hondonada. Es hábil y conoce el terreno, ni retrocediendo y esquivando sablazos deja de tirarme bolazos y lo peor es que se está acercando a la lanza, me tiene una ganas bárbaras, pero es él o yo, hay que acabar con estos…por eso los perseguimos a toda hora, sin tregua, sin respiro…Ahijuna bombero reventado, me sacó de un golpe certero el sable de la mano y corre a agarrar la lanza. Aprovecho que está dado vuelta y pelo el facón.
Ahí le acerté al milico, justo le di en la mano y le hice soltar el sable que cayó bastante lejos de acá como para que lo alcance. Aprovecho y me lanzo a buscar la chuza, esta es la mía. Corro y me agacho a desensartar la lanza del cadáver.
Le clavo el fierro en el medio de la espalda, retrocedo unos pasos y grito bien fuerte: viva la patria, carajo…!
Escucho un golpe seco en mi espalda, el wigka chilla algo que no entiendo, me doy vuelta y de un envión le parto el corazón en dos de un chuzazo y con el último aliento alcanzo a gritar: marici weu…!

A LAS TRES DE LA TARDE

Miré el reloj: faltaban cinco minutos para las tres de la tarde.
Corrí la cortina de par en par, luego destrabé el pestillo de la ventana y abrí las pesadas hojas batientes que, una vez mas, chirriaron sobre sus goznes (algún día de estos los tendré que lubricar). Una brisa helada penetró en la sala; mas, aun a sabiendas del frío allá afuera, cumplí mi rutina con la misma devoción y recurrencia de todas las tardes. Él siempre pasaba a las tres en punto.
Ese hombre alto, demasiado delgado y canoso, de caminar erguido , elegante, siempre con su ambo azul y camisa blanca impecable pasaba justo debajo del balcón de casa a la hora señalada, nunca un minuto menos, ni uno mas.
Puntualmente, preciso y cronométrico, allí está, doblando la ochava por donde yo lo veo aparecer siempre; siempre solo, siempre mirando fijo el horizonte, como escudriñando un mas allá. Impasible, indiferente a todo lo que sucede a su alrededor avanza con paso firme, armonioso, por la orilla de la calzada, junto al cordón de la vereda.
Frecuentemente topa con algún chiquillo jugando distraído o con ciclistas que circulan a contramano, pero no desvía su rumbo ni un ápice, sólo acelera o atenúa el paso, para permitirse sortear el impedimento y sigue, impávido, airoso, su marcha.
Yo lo espero. Siempre espero su paso por debajo del balcón.
Nunca me pregunté por qué lo hago. Ni siquiera lo conozco, fuera de verlo consuetudinariamente caminar por el frente de mi casa, justo por debajo del balcón de la sala, donde estaba yo ahora a punto de disfrutar mi hábito trivial. El azul de su traje es, para mi, parte sustancial del paisaje urbano que contemplo desde mi ventana en ese horario, como el canillita constituye el de las siete y treinta de la mañana, el bancario que pasa corriendo casi naturalmente a las ocho cuarenta y cinco, el quinielero de las diez y treinta, las chusmas que cacarean a la salida de la verdulería, invariablemente siempre a las once en punto. Pero el hombre de azul tiene un no sé qué que lo distingue, lejos y claramente, de los demás. Del estudiante de las doce y cuarto, que pasa lento, fumando, o del agente de policía que dibuja su rondín de las dos menos veinte de la tarde, o de la jóven mamá que tironea del brazo de su niña regresando del kinder a las cuatro y cuarto, sin ir mas lejos.
Ese hombre es distinto, repito.
Yo no podría -nunca pude en verdad- descifrar con claridad que lo diferencia a todos y a todo. Hay algo de misterioso, sin dudas.
Por ejemplo veo el ciego que golpea su blanca vara a las cinco menos diez, o la rubia de cortas faldas y largos escotes en su trajín de las seis menos cuarto, o el profesor de la nocturna de las ocho menos diez, por nombrar a alguien, o la nerviosa pareja de caminantes enfundados en sus jogging de las ocho y veinte, y tantos otros anónimos que se han autoimpuesto voluntariamente, o no, su incondicionalmente respetado horario de pasada bajo mi balcón.
No. Él es, obviamente, distinto. Definitivamente distinto a todos, entre ellos, por ejemplo, al vendedor de alfajores de las ocho y media, o al lustrabotas de las nueve exactas, entre otros.
Ya creo que lo aclaré: su traje azul y su mirada lejana le dan una aire especial, un no se qué inexplicable, prototípico. Va marchando como si se desplazara dentro de un halo, inmune a lo que acontece a su alrededor, pasando indefectiblemente puntual, a la hora ya señalada ,en la misma dirección, para volver a aparecer recién al otro día a la misma hora y con el mismo rumbo, caminando por la orilla de la calle asfaltada en dirección este-oeste, pasando debajo de mi balcón a las tres de la tarde. En punto.
Yo, como antes, ahora, y como siempre, a esa hora preparo un vaso de whisky (sin hielo, como realmente lo disfruto) y espero, luego del acto -ya enunciado- de abrir las hojas de la ventana, haga frío o calor. En realidad las cortinas las corro temprano, o quedan recogidas sobre ambos lados, desde la noche anterior.
Sirvo una mas que generosa medida y me siento luego a esperarlo. La botella de escocés -legítimo- al alcance de la mano, sobre la mesita de siempre.
Miré el reloj.
Faltaban tres minutos para las tres de la tarde y la chicharra del timbre taladró mis oidos. Confundido y ahora súbitamente malhumorado, dudé en quedarme pegado a la ventana o ir hasta la puerta de la sala. Otro timbrazo, esta vez mas prolongado, desechó mi duda, de manera que me dirigí hacia allí y en un solo movimiento giré el pesado picaporte y la abrí casi con violencia, disgustado.
Mi ceño huraño en tal circunstancia, se trastrocó en una profunda mueca de sorpresa al ver al recién llegado, erguido elegantemente con su traje azul, camisa blanca impecable y su profunda mirada, que ahora se clavaba como un dardo en la mía. Sonrió.
Yo no podía -lo juro- salir de mi sorpresa, aunque traté de recomponerme ensayando un saludo, que sonó bastante hueco y demasiado distante acompañado de un ademán, que se me ocurrió mecánico.
No se presentó. Simplemente dijo (en un tono amabilísimo, es de destacar) que estaba allí, frente a mí, urgido por una incógnita pesada y corrosiva que lo había movido a importunarme, respetuosamente, en un horario que él sabía demasiado caro a mis costumbres.
Así, en su tonillo monocorde aunque afable, siguió interpelándome y manifestándose a fin de advertirme su curiosidad. El hecho de que yo me asomara al balcón siempre a la misma hora puntual, ventanas de par en par fuera la época que fuera y, recurrentemente, con un vaso de whisky en la mano -según su enervada explicación- le otorgaba una referencia distinguida al paisaje urbano, mas allá de los chiquilines distraídos y los ciclistas en contramano, que casi siempre perturbaban su andar. Venía siempre observando con cuidado todos los personajes, todos los balcones, hasta llegar al mío, y saboreaba con hartura ese momento deseando repetirlo todas las tardes, a la misma hora.
Dijo mas: ese ejercicio, devenido en manía, lo ejecutaba con fruición -según su relato calmo, sin aristas- aunque desconocía las razones del porqué y no pensaba bucear en su inconsciente para encontrarlas.
Era, por usar un calificativo mesurado, extravagante. Yo observador de ese ignorado personaje (aunque lo viera a diario), siendo a su vez observado por ese desconocido (aunque a diario me viera). Los dos con actitudes, posturas y particularidades llamando la atención singular del otro y los dos con hábitos que le suponían a cada uno, una manera de suceder las cosas con esa vaguedad de lo mundano, dominados casi irracionalmente por ese sentimiento ignoto y, además, inexplicable.
Se despidió (fue, como se ve, demasiado breve y conciso) con una reverencia ampulosa, casi grotesca, y se alejó escalera abajo, a la calle.
Cerré la puerta y me dirigí a la ventana para verlo pasar debajo del balcón. Miré mi reloj: daba las tres de la tarde en punto y caminaba con el mismo garbo de siempre, bien pegado al cordón. Con un dejo de amargura, acepté mi menuda cobardía de no haberle comentado, irresoluto, dominado por la perplejidad (se me ocurre un buen pretexto), esa dualidad caricaturesca .
Mientras su figura azul se perdía rumbo al oeste, ya mimetizada con el fárrago urbano, bebí un sorbo de whisky. Caí en la cuenta: mañana, a más tardar, tendré que salir a comprar otra botella.