A ELLOS...

A ELLOS...
Cuando seamos mas grandes vamos a leer los cuentos del abuelo.

El cuento que leerán mas abajo "UN CUADERNO ESCRITO A LAPIZ" está inspirado en la problemática reflejada en la fotografía

UN CUADERNO ESCRITO A LAPIZ

Kiñe

El general Osiris Julián Mestrengo, montado en su alazán, ordenó la carga. A su lado, como corresponde en esos casos, su edecán de siempre, ayudante mayor Juan Bautista Merlo, tomaba nota de todos lo movimientos. Estaban situados al borde de un barranco árido y pedregoso, que dominaba un cañadón que terminaba en el río, en cuya ribera verdeaban, cimbreantes, los mimbres.
Había recibido la órden del Estado Mayor de ir ganando tierras al sur , ampliando las fronteras hasta llegar a la márgen izquierda del Negro, y ahora estaba en esos menesteres allí, en el paraje que la carta militar designaba como “Zanjón de las Pichanas”. Enfrente suyo, a unas cuatro cuadras de distancia en ese páramo irredento, el campamento de infieles. Era casi mediodía y no había tiempo que perder.
De a dos en fila, formando dos columnas paralelas, iban bajando a todo galope los soldados de caballería, al mando del sargento Isidro Quintana una y la restante con Marcelino Pargas, del mismo grado que el anterior al frente. En el llano se abrían en abanico, sable en mano, en una carga tan planificada como furiosa.



Epu

Millatray (Cascada dorada) alcanzó a divisar la polvareda cuando se agachó en la orilla del remanso a llenar su cántaro de agua y presintió lo que se avecinaba. Atinó a correr a su tienda, donde dormía su peñén Huequilemu (Bosque de zorzales), su hija. Los konas de la tribu estaban tras una manada de hueques (guanacos), unas tres leguas al este.
Escondió la niña bajo un quillango y empuñó con decisión la tacuara con punta de pedernal de su marido, el lonco Paineñancu (Aguilucho azul). Vió aterrorizada, entre el desorden de las corridas -hacia ningún lado- de la otras madres araucanas que con niños del brazo buscaban refugio en cualquier parte en medio de gritos y llantos, casi un centenar de jinetes que, en semicírculo, se acercaban demasiado rápido al lofche.
Se adelantó unos metros y esperó erguida, altiva, huaiqui en mano y ojos bien abiertos, detrás de unas jarillas que crecían en una pequeña lomada que dominaba el ingreso a las rucas, al lado suyo estaba el anciano Aillapan (Nueve leones), los soldados a tiro de bola. Esperó la distancia, se afirmó bien y metió el chuzazo justo al costado de la cabeza del caballo y al medio del cuerpo del uniformado que lucía unas jinetas coloradas en su brazo derecho, quien atravesado cayó de su cabalgadura contorsionándose en el aire y emitiendo un grito salvaje que se fue apagando en un estertor, para quedar tirado sobre un pedregal con la lanza como un pendón ensartada en su vientre.
Desarmada ahora, se dio vuelta sobre si misma y alcanzó a ver cuando el anciano, implorando todavía a nguenechén, caía por un sablazo que le cruzaba la espalda en diagonal, como una charretera de sangre.....y mas lejos el humo, las primeras llamaradas.




Kvla

En la plaza de Ingeniero Owens ( tres mil ochocientas almas) hay una estatua pedestre del General Mestrengo, mas visitada por los gorriones que por los escolares de ese poblado que languidece entre el gran río y las estribaciones de la meseta erosionada pacientemente a través de siglos por aquél.
Al erigirla, vaya alguien a saber ahora quien lo dispuso, fue puesta mirando al norte, hacia la estación de ferrocarril, que antaño era la puerta principal del pueblo por donde llegaban casi todos los que lo elegían como destino. Con el tiempo, inexorable e indiferente a esas terrenalidades, el caserío creció hacia el sur quedando, de esta manera, el busto del general de espaldas al pueblo.
Cualquier caminante que pase cerca de ella y se detenga un momento, verá una placa desteñida de bronce a la que le falta un soporte de los cuatro que la sostiene, en el centro y al pié del monumento, que reza: “Al General Osiris Julián Mestrengo (1.834 – 1.905) por su gesta heroica de Zanjón de las Pichanas”
El páramo en realidad se había empezado a poblar a fines de siglo XIX, cuando los ingleses, entre otras cosas atendiendo felices sugerencias de la Argentine Southern Land Company tendían las paralelas de hierro en busca de los frutos de la tierra de estos lares y apuntando directamente al puerto ( ya se sabe para qué).
El lugar era un gran recodo del curso de agua que en su meandro se aproximaba a las bardas multicolores y estallaba en varios tonos del verde de su arboleda, que los indios conocían, desde siempre, como Quintuleufu (Río admirado).
Allí el administrador general de la Empresa Ferrocarril del Sud decidió levantar un apeadero e imponerle el nombre de quien en ese entonces estaba a cargo de la casi faraónica misión: Malcolm Owens, jóven y brillante ingeniero nacido en la ciudad de Stockport, muy cerca de Manchester, Inglaterra.
Ya dicho, sobresaliente profesional, no hablaba ni media palabra de este demasiado lejano país para él. Sólo deseaba terminar cuanto antes su labor y regresar a la Rubia Albión desde dónde nunca tendría que haber salido, según sus propias y frecuentes confesiones, cargadas cada vez mas de un pesado arrepentimiento.



Meli

El general Mestrengo seguía con atención, desde lo alto de ese improvisado promontorio, las acciones de “sus valientes”, como él mismo los designaba.
Mientras el sargento Quintana, abierto a la izquierda, comandaba la carga del 4 de Caballería a degüello tal lo planeado, a la derecha el sargento Pargas encabezaba una segunda arremetida. Eran en total noventa jinetes que en una avanzada habían llegado hasta ese lugar preparando el camino de la tropa –unos cuatrocientos soldados mas- hacia el caudaloso río. El general en persona y por propia disposición, había querido participar de ese movimiento.
Luego de dos largas jornadas, imprevistamente se le acercó el baqueano para notificarlo que detrás de una lomada, como a media legua de allí, y a la orilla del río, había descubierto los toldos de cuero de guanaco. No había guerreros pues la usencia de caballos (en realidad quedaban unos pocos encerrados en un gran corral de palo pique) se lo indicaba. Había divisado, eso sí, dos o tres viejos, y muchas mujeres y criaturas.
El general no vaciló. La patria necesitaba las tierras que esos infieles desolaban y a él le habían encomendado, por órden del Presidente y designio de Dios, la sagrada misión de conquistarlas para las generaciones futuras.
Había llegado el momento de ver en acción a ese grupo de hombres reclutados casi todos en el interior, durante la campaña. Pobres hombres, casi todos muertos de hambre que buscaban en la aventura y la magra paga quemar sus días cuando no, en el mejor de los casos, purgar sus prontuarios.



Kecu

Paineñancu cabalgaba altivo en su animal preferido arreando, de lejos, una gran manada de guanacos con la intención de encaminarlos hasta un bajo bastante profundo que terminaba contra un barranco, de espaldas al río. Era un mapuche mas alto que lo común y bien formado, de cuerpo armonioso y mirada dura. Su sola presencia imponía respeto.
El tordillo y él eran casi una misma cosa.
Lo acompañaban unos quince lanceros, orgullosos de su lonco. El resto de los conas, unos cuarenta, al mando del capitanejo Trecapan (Marcha el puma) rumbeaban hacia el sur y, habiendo vadeado el río, rastrillaban la meseta en busca de otra gran manada que se había dejado ver, aunque bastante lejos de allí.
El toqui, después de un corto galope para atravesar una duna blanca y caliente, giró a su derecha buscando un chulengo perdido...... y vió la humareda.
En un solo movimiento desmontó, como un felino, y haciendo visera con su mano sobre la frente oteó el horizonte. El humo era cada vez mas denso y negro.
Fitrun ! gritó, alertando a los otros.
Se olvidó de los guanacos, emitiendo un alarido gutural, aterrador, montó de un salto y se lanzó, seguido por los demás, en desenfrenado galope en dirección donde él sabía -todos lo sabían- estaba el campamento.



Kayu

Millatray, al ver las primera llamas, se había dado vuelta sobre sus espaldas, se inclinó sobre Aillapan que yacía boca arriba, con el dolor desencajándole el rostro y la resignación de quien se sabe perdido. Pronunciando, en un hálito débil, casi imperceptible pero nervioso su rezo al huenu mapu chao, el anciano se entregó a la muerte.
Lo abrazó y mordiéndose los labios se lanzó, ahora, en una loca carrera hacia las rucas en llamas justo cuando la atropellaba un soldado sable al aire, quien sin embargo erró el golpe mortal. Aprovechando el yerro, Millatray clavó su puñal en el muslo del milico que cayó del caballo blasfemando y cuando se aprestaba a clavarle la hoja de pedernal en el cuello y rematarlo, sintió el golpe en la espalda y de pronto el paisaje se le tornó rojo y se le ocurrió que antu, el mismo sol de los soldados, giraba loco alrededor de ella y la envolvía quemándola y desaparecía para volver, ahora mas candente que antes.
Pensó en Paineñancu y se imaginó entre los brazosde él, como en esas noches de luna nueva, sobre la gramilla a la orilla del río, allí en Quintaleufu, donde se habían conocido de pequeños. Le pareció verlo. Quiso correr a recibirlo y se sentía inmóvil. Quiso gritarle su alegría y un ardor amargo recorría su boca. Le pareció verlo.....en el paisaje....que se teñía de rojo....colü....
Se acordó de Huequilemu. ¿ Permanecería aún escondida debajo de los cueros ?
Dónde estaría, ahora, Paineñancu ?
Paineñancu....ayutuel........



Reqle

El general Mestrengo, con su edecán al lado, pero ahora en la tienda de campaña en el campamento militar, se dispone a escribir. Está sentado en un catre tijera y le sirve de mesa un arcón donde traslada sus escasas pertenencias personales en la expedición.
Ya ha caido la noche y luego de haber cenado con frugalidad, acomoda el viejo candil para darse mas luz y pone a mano su cuaderno. Va ordenando los sucesos de la jornada en su mente. Ahora hace sentar al ayudante mayor a su derecha y luego de un comentario intrascendente, toma el lápiz de siempre y comienza a escribir, en la hoja 26: “.....en el día de la fecha, las columnas del glorioso 4 de Caballería al mando del suscripto y en el lugar denominado en la carta militar como “Zanjón de las Pichanas.....”



Pura

Marcelino Trecapán vive en la parte mas humilde de Owens. Un puñado de casitas la mayoría de cantonera, adobe y cartón, propias de una pintura surrealista, levantadas a pulmón demasiado cerca del río.
El partió -casi huyó- de la reserva donde a duras penas subsistían sus mayores, allí en el antiguo pais de las manzanas, ahora también devastado por el huinca.
No quiso languidecer en ese pedazo de tierra estéril donde los habían confinado y se largó anhelando un futuro menos gravoso a la tierra (la misma tierra) de la que le hablaron siempre sus mayores.
Es jornalero en el campo de los Mestrengo, un pedazo de tierra bastante grande que rodea el pueblo hacia el norte, de buenas pasturas pero muy descuidado y sometido ahora a una feroz disputa familiar por la posesión de las hijuelas mas valiosas de parte de los herederos.
Sabe la historia que los demás, casi obcecadamente, se empeñan en desconocer. El sabe muy bien por qué. Su padre le contó cosas familiares, pasadas de boca en boca a través del tiempo desde su iom laku capitanejo: “Los huincas quitaron nuestras tierras. La Tierra. Sin embargo no podrán estar en contacto con ella, porque solamente quien la toca con los pies desnudos estará verdaderamente unido a nuestra ñuke mapu, que nos dá la vida desde el principio al fin”.
Se da cuenta ( vaya si lo tiene claro) que esa mezcla de voluntades mezquinas, no tiene raices y, por eso, su condena.




Aija

Paineñancu al galope tendido cruza la estepa presintiendo lo peor, lo siguen de cerca sus lanceros, valientes guerreros quienes, como él, han dejado en las rucas de Quintaleufu sus mujeres y criaturas, al cuidado de los mas viejos.
Lleva los ojos inyectados de rabia. Talonea a su tordillo que vuela sobre las jarillas delante de los demás conas, en silencio todos y todos en la dolorosa certeza de lo que encierra la visión, todavía demasiado lejos, de esa espesa columna de humo que viborea al poniente.
Millatray, su esposa, y la pequeña Huequilemu llenaban ahora toda su mente. No pensaba otra cosa, obsesivamente ocupaban en ese instante crítico toda su capacidad de memoria y taloneaba su monta tratando de sacarle el resto para no llegar tarde y llegaba, luego de rodear un promontorio pedregoso, irremisiblemente demasiado tarde, pues las rucas ardían bajo el fuego invasor y la muerte se enseñoreaba en derredor.
Millatray....¿que habrá sido de Millatray ?
Entonces vió el cuerpo del milico atravesado por la lanza que grotescamente se alzaba de su cuerpo y al lado, justo al lado......
Millatray....malén cure....
Huequilemu......ñahue......
Abrumado, miró hacia el este, de allí habían venido los soldados, estaba seguro por sus huellas.
Lo rodeaban ahora sus guerreros, ahogados por un pesado silencio que los envolvía. Todos lo sabían. Ya nada sería igual a partir de ahora.
Millatray....dulce esposa....
Huequilemu.....hijita...



Mari

En la ciudad de Buenos Aires, barrio de Flores, en una vieja casona de dos plantas no muy lejos del centro, gracias a los oficios personales y la paciente, perseverante, labor del Sr. Eleodoro Mestrengo, antiguo poblador del lugar y descendiente de un militar de alto rango, funciona un museo que es el orgullo del lugar.
Eleodoro es el único hermano de los cinco hijos de un general de la nación que vive aún en la antigua casa familiar. Los otros cuatro habían partido a tomar posesión de tierras en el sur que el estado puso en dominio de su padre, en gratitud a los servicios prestados durante la campaña militar. Unas ochocientas hectáreas en una colonia agrícola conocida ahora como Ingeniero Owens, con buenas tierras y agua abundante.
Ingresando por la puerta principal, a la izquierda, comienza una escalera que accede a la planta alta, luego de enroscarse, señorial con sus lustrosos y crujientes escalones de roble. Allí, en una vitrina de madera y resguardada por un cristal que luce siempre como recién bruñido, se exhibe un cuaderno escrito a lápiz, que en su página 26 fechada un 23 de marzo se deja leer: “.....en la decimocuarta jornada de la fecha de partida, la columna de avanzada del glorioso 4 de Caballería, al mando del suscripto y en el lugar denominado en la carta militar como “Zanjón de las Pichanas” a unas 55 leguas al sur de Fortín Atelcurá, se encuentra de improviso con un campamento de infieles, que en número aproximado de ciento cincuenta de lanza, bien montados y a las órdenes de un capitanejo, son sorprendidos a la orilla del río. Inevitable el choque, dispongo el ataque por dos flancos, al mando del Sargento Isidro Quintana y del Sargento Marcelino Pargas. Cerca del mediodía comienza la lucha franca y luego de pasadas mas de tres horas a sable y sangre, y algunas escaramuzas, se logra dominar a los salvajes, quienes tienen 97 bajas, ordenando la requisa de sesenta caballos pampas y tres vacunos, no habiendo encontrado cautivos y, en disposición de las órdenes emanadas por ese Cuerpo Superior, se procede a destruir el asentamiento. Se izó el pabellón nacional. Por nuestra parte se informa mediante el presente el saldo de un efectivo muerto en combate y por la noble causa: el sargento Isidro Quintana y un efectivo herido: el soldado José Costas. Se continúa el avance de la tropa hacia el suroeste. Se eleva el parte respectivo al Ministerio de Guerra.....”
Unas cuantas páginas mas -si uno dispone del tiempo y la curiosidad necesarias-: “......siendo la mencionada ya en el folio 26, de fecha 23 de marzo, la única acción militar de combate franco con los salvajes que el glorioso Regimiento 4 de Caballería a mis órdenes sostuvo durante la campaña que me encomendara el Estado Mayor en la persona del Su Exelentísimo señor Ministro de Guerra .....” y siguen unos cuantos formales párrafos mas.



Mari Kiñe

Se incorporó lentamente. Pensativo, estuvo un buen rato con la mirada clavada en el levante. El sol que agonizaba en el horizonte proyectaba de su figura una sombra demasiado larga y grotesca.
Paineñancu también agonizaba.
Había cavado con sus propias manos la fosa donde enterró a Millatray y la pequeña Huequilemu, el -y todos- eran una sombra languideciente que se proyectaba a un barranco oscuro, insondable.
Llamó a Trecapán y sin palabras de por medio, le entregó el toqui del mando y dio la órden de replegarse hacia la Vuta Piré Mahuida. Era inútil que ese puñado inerme de guerreros, por mas que sobrara el coraje y las ganas, hiciera frente a tantos sables y fusiles. Las huellas delataban demasiados soldados a enfrentar. Quizá quedara algo del País de las Manzanas donde protegerse.
Montó su caballo y enfiló derecho al río, se detuvo un instante al lado de un rústico mástil donde ondeaba una bandera que desconocía, luego bajó un talud arenoso y se entregó -como corresponde a un reché- junto a su cabalgadura, a las fauces del primer remolino traicionero.....



Mari epu

Los lugareños de Owens (así a secas, sin el “Ingeniero” como les gusta llamarse a sí mismos) distraidos ignorantes de la historia, o al menos de la verdadera, se encaminan esta tarde de invierno a la marchita plaza del pueblo, muy cerca de la estación de ferrocarril donde unas cuantas décadas atrás llegaran los primeros inmigrantes y con ellos la comitiva militar que iría a entregar, en reconocimiento de la gesta, los títulos de propiedad de las mejores tierras de ese lugar (desconocido e ignorado por ellos, que vivían en la grande ciudad), a los Mestrengo descendientes de “.....aquel militar abnegado y valiente que había estirado las fronteras de la civilización hasta mas allá del río, en ese entonces.....”.
Es el aniversario de la fundación.
La fecha fue tomada, no se sabe (ni se hizo nunca nada por saberlo) a ciencia cierta por qué autoridad de turno, aunque no fortuitamente, en conmemoración de aquella lejana jornada disfrazada de gloriosa en “Zanjón de las Pichanas” que, meticulosamente acabó con los dueños verdaderos de esa mapu, la misma tierra donde después rodara, con secas convulsiones, la primer locomotora inglesa gracias a la ambición de la Corona y a los buenos oficios del jóven y desapegado ingeniero inglés.
Están, como todos los años (aunque éste mas modestamente que otros pasados, debido a la crisis) los habitantes -bastantes menos que los muchos mas que lo supieron poblar en otros tiempos- de este suelo bendito alrededor del monumento del general, de espaldas al pueblo y con su placa de bronce sujeta por sólo tres de sus cuatro soportes originales, cada vez mas mohosa y descuidada. Escucharán palabras casi siempre huecas, y siempre casi de compromiso, cerrarán el acto con un desganado aplauso (de compromiso), y volverán a sus casas a seguir ignorando rutinariamente..... casi conscientes de enfrentar, distraidamente envueltos en su desidia, la realidad rigurosa de saber que son cada vez menos.
Cada vez menos.
Cae la tarde y los presentes se desconcentran desordenadamente. Un grupo de escolares bullangueros corre sin respetar los canteros. Se retiran las autoridades, presididas por el jefe comunal y rodeadas por los vecinos mas caracterizados (entre los que se distinguen varios Mestrengo).
La plaza queda ahora desierta. Las últimas hojas, tenaces sobrevivientes al crudo invierno sureño van cayendo, juguetes del viento, sobre el busto mugroso -los gorriones y la falta de presupuesto- del héroe de la campaña.
Marcelino Trecapán, habiendo gastado ocioso las horas en ese domingo de fiesta, ahora rumbea para su casa, en el barrio Quintaleufu, a la orilla del caudaloso río Negro.
Mas allá, en la estación de ferrocarril, un cartel descolorido y ruinoso anuncia el nombre del pueblo a los trenes...... que hace tiempo ya no pasan por allí.

Faw afi tufa ci epeu.........

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