A ELLOS...

A ELLOS...
Cuando seamos mas grandes vamos a leer los cuentos del abuelo.

El cuento que leerán mas abajo "UN CUADERNO ESCRITO A LAPIZ" está inspirado en la problemática reflejada en la fotografía

A LAS TRES DE LA TARDE

Miré el reloj: faltaban cinco minutos para las tres de la tarde.
Corrí la cortina de par en par, luego destrabé el pestillo de la ventana y abrí las pesadas hojas batientes que, una vez mas, chirriaron sobre sus goznes (algún día de estos los tendré que lubricar). Una brisa helada penetró en la sala; mas, aun a sabiendas del frío allá afuera, cumplí mi rutina con la misma devoción y recurrencia de todas las tardes. Él siempre pasaba a las tres en punto.
Ese hombre alto, demasiado delgado y canoso, de caminar erguido , elegante, siempre con su ambo azul y camisa blanca impecable pasaba justo debajo del balcón de casa a la hora señalada, nunca un minuto menos, ni uno mas.
Puntualmente, preciso y cronométrico, allí está, doblando la ochava por donde yo lo veo aparecer siempre; siempre solo, siempre mirando fijo el horizonte, como escudriñando un mas allá. Impasible, indiferente a todo lo que sucede a su alrededor avanza con paso firme, armonioso, por la orilla de la calzada, junto al cordón de la vereda.
Frecuentemente topa con algún chiquillo jugando distraído o con ciclistas que circulan a contramano, pero no desvía su rumbo ni un ápice, sólo acelera o atenúa el paso, para permitirse sortear el impedimento y sigue, impávido, airoso, su marcha.
Yo lo espero. Siempre espero su paso por debajo del balcón.
Nunca me pregunté por qué lo hago. Ni siquiera lo conozco, fuera de verlo consuetudinariamente caminar por el frente de mi casa, justo por debajo del balcón de la sala, donde estaba yo ahora a punto de disfrutar mi hábito trivial. El azul de su traje es, para mi, parte sustancial del paisaje urbano que contemplo desde mi ventana en ese horario, como el canillita constituye el de las siete y treinta de la mañana, el bancario que pasa corriendo casi naturalmente a las ocho cuarenta y cinco, el quinielero de las diez y treinta, las chusmas que cacarean a la salida de la verdulería, invariablemente siempre a las once en punto. Pero el hombre de azul tiene un no sé qué que lo distingue, lejos y claramente, de los demás. Del estudiante de las doce y cuarto, que pasa lento, fumando, o del agente de policía que dibuja su rondín de las dos menos veinte de la tarde, o de la jóven mamá que tironea del brazo de su niña regresando del kinder a las cuatro y cuarto, sin ir mas lejos.
Ese hombre es distinto, repito.
Yo no podría -nunca pude en verdad- descifrar con claridad que lo diferencia a todos y a todo. Hay algo de misterioso, sin dudas.
Por ejemplo veo el ciego que golpea su blanca vara a las cinco menos diez, o la rubia de cortas faldas y largos escotes en su trajín de las seis menos cuarto, o el profesor de la nocturna de las ocho menos diez, por nombrar a alguien, o la nerviosa pareja de caminantes enfundados en sus jogging de las ocho y veinte, y tantos otros anónimos que se han autoimpuesto voluntariamente, o no, su incondicionalmente respetado horario de pasada bajo mi balcón.
No. Él es, obviamente, distinto. Definitivamente distinto a todos, entre ellos, por ejemplo, al vendedor de alfajores de las ocho y media, o al lustrabotas de las nueve exactas, entre otros.
Ya creo que lo aclaré: su traje azul y su mirada lejana le dan una aire especial, un no se qué inexplicable, prototípico. Va marchando como si se desplazara dentro de un halo, inmune a lo que acontece a su alrededor, pasando indefectiblemente puntual, a la hora ya señalada ,en la misma dirección, para volver a aparecer recién al otro día a la misma hora y con el mismo rumbo, caminando por la orilla de la calle asfaltada en dirección este-oeste, pasando debajo de mi balcón a las tres de la tarde. En punto.
Yo, como antes, ahora, y como siempre, a esa hora preparo un vaso de whisky (sin hielo, como realmente lo disfruto) y espero, luego del acto -ya enunciado- de abrir las hojas de la ventana, haga frío o calor. En realidad las cortinas las corro temprano, o quedan recogidas sobre ambos lados, desde la noche anterior.
Sirvo una mas que generosa medida y me siento luego a esperarlo. La botella de escocés -legítimo- al alcance de la mano, sobre la mesita de siempre.
Miré el reloj.
Faltaban tres minutos para las tres de la tarde y la chicharra del timbre taladró mis oidos. Confundido y ahora súbitamente malhumorado, dudé en quedarme pegado a la ventana o ir hasta la puerta de la sala. Otro timbrazo, esta vez mas prolongado, desechó mi duda, de manera que me dirigí hacia allí y en un solo movimiento giré el pesado picaporte y la abrí casi con violencia, disgustado.
Mi ceño huraño en tal circunstancia, se trastrocó en una profunda mueca de sorpresa al ver al recién llegado, erguido elegantemente con su traje azul, camisa blanca impecable y su profunda mirada, que ahora se clavaba como un dardo en la mía. Sonrió.
Yo no podía -lo juro- salir de mi sorpresa, aunque traté de recomponerme ensayando un saludo, que sonó bastante hueco y demasiado distante acompañado de un ademán, que se me ocurrió mecánico.
No se presentó. Simplemente dijo (en un tono amabilísimo, es de destacar) que estaba allí, frente a mí, urgido por una incógnita pesada y corrosiva que lo había movido a importunarme, respetuosamente, en un horario que él sabía demasiado caro a mis costumbres.
Así, en su tonillo monocorde aunque afable, siguió interpelándome y manifestándose a fin de advertirme su curiosidad. El hecho de que yo me asomara al balcón siempre a la misma hora puntual, ventanas de par en par fuera la época que fuera y, recurrentemente, con un vaso de whisky en la mano -según su enervada explicación- le otorgaba una referencia distinguida al paisaje urbano, mas allá de los chiquilines distraídos y los ciclistas en contramano, que casi siempre perturbaban su andar. Venía siempre observando con cuidado todos los personajes, todos los balcones, hasta llegar al mío, y saboreaba con hartura ese momento deseando repetirlo todas las tardes, a la misma hora.
Dijo mas: ese ejercicio, devenido en manía, lo ejecutaba con fruición -según su relato calmo, sin aristas- aunque desconocía las razones del porqué y no pensaba bucear en su inconsciente para encontrarlas.
Era, por usar un calificativo mesurado, extravagante. Yo observador de ese ignorado personaje (aunque lo viera a diario), siendo a su vez observado por ese desconocido (aunque a diario me viera). Los dos con actitudes, posturas y particularidades llamando la atención singular del otro y los dos con hábitos que le suponían a cada uno, una manera de suceder las cosas con esa vaguedad de lo mundano, dominados casi irracionalmente por ese sentimiento ignoto y, además, inexplicable.
Se despidió (fue, como se ve, demasiado breve y conciso) con una reverencia ampulosa, casi grotesca, y se alejó escalera abajo, a la calle.
Cerré la puerta y me dirigí a la ventana para verlo pasar debajo del balcón. Miré mi reloj: daba las tres de la tarde en punto y caminaba con el mismo garbo de siempre, bien pegado al cordón. Con un dejo de amargura, acepté mi menuda cobardía de no haberle comentado, irresoluto, dominado por la perplejidad (se me ocurre un buen pretexto), esa dualidad caricaturesca .
Mientras su figura azul se perdía rumbo al oeste, ya mimetizada con el fárrago urbano, bebí un sorbo de whisky. Caí en la cuenta: mañana, a más tardar, tendré que salir a comprar otra botella.

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